Elogio de David Graeber. Una deuda de gratitud

David Graeber con algunas compañeras en Amsterdam, 2015. Fuente del original: Wikipedia, fotografía de Guido van Nispen.

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[Publicado en El Topo Tabernario núm 62, Sevilla, febrero de 2024; aquí con alguna errata corregida].

José Pérez de Lama, con la colaboración de Antonio Sáseta

«Escribir sobre un libro significa saldar una deuda de gratitud» (George Steiner). Lo mismo podríamos decir cuando escribimos sobre un autor. En este caso, David Graeber, por cuya obra sentimos una inmensa gratitud. Leerlo me hace ver el mundo de otra manera. De una manera mejor. Graeber desarma muchas de las principales narrativas que sostienen la civilización actual: el mito interesado del homo economicus, el sentimiento moral de que «las deudas hay que pagarlas», el valor que concedemos al trabajo en nuestras vidas, la sensación de que el estado capitalista y burocrático es una necesidad inevitable… Narrativas que intentan que nos resignemos al mundo «tal como es» —o tal como nos dicen que es, en todos lados, de forma insistente.

Una frase muy citada de Graeber: «La gran verdad escondida sobre el mundo es que es algo que hacemos, y que por tanto podríamos hacer de otra manera» —de uno de sus libros: La utopía de las normas: De la tecnología, la estupidez y los secretos gozos de la burocracia (2015). Por supuesto que ese nosotros, el sujeto de «hacemos el mundo», es menos evidente de lo que parece afirmar Graeber. Pero su escritura está llena de estas verdades que son a la vez provocaciones. La idea de que el mundo podría ser de muchas otras maneras —de que no estamos condenados al mundo tal como es ahora mismo— la argumenta convincentemente en sus diferentes libros. Y cómo lo hace, a mí al menos, me produce entusiasmo: una mezcla de imaginación, rigor y falta de respeto a las ideas hegemónicas, con ocasionales toque de guasa. Siendo antropólogo —antropólogo anarquista dicen a veces— su método se basa en estudiar múltiples ejemplos de sociedades prehistóricas, antiguas y actuales que hacen evidente que no existe una evolución progresiva y necesaria hacia las formas del mundo que ahora padecemos. Así hace, por ejemplo, en dos de sus libros más queridos, En deuda, de 2011, a partir del cual se hizo conocido globalmente, y en una de sus obras póstumas, El amanecer de todo (con su amigo arqueólogo David Wengrow) de 2021.

En el primero reconstruye la historia de la deuda (y el dinero), desmontando la repetida fábula clásica sobre el origen del dinero como una evolución del trueque entre agricultores y artesanos, poniendo de relieve la vinculación de ese origen, especialmente del dinero que consiste en metales preciosos, con la guerra, la esclavitud, los primeros estados y los tributos. Su publicación en 2011 fue especialmente oportuna al coincidir con el momento más crítico de la última gran crisis económica global, que como es conocido estuvo directamente relacionada con la deuda y las finanzas. Deuda que, como también sabemos, la banca nunca llegó a pagar: fue «rescatada». Mientras que cientos de miles —o seguramente millones— de personas eran desahuciadas de sus casas por las deudas hipotecarias que ellas tampoco podían pagar.

En El amanecer de todo, Graeber y Wengrow dan la vuelta completa a la historia de la humanidad, desmontando aquí el mito ortodoxo sobre las relaciones entre progreso, bienestar y estado, mostrando con ejemplos numerosos y de una diversidad apabullante cómo a la largo del tiempo las sociedades humanas se han organizado de maneras muy diferentes, sin que exista una avance o progreso en dirección a lo que tenemos actualmente. Con la mayor frecuencia, documentan Graeber y Wengrow, los humanos se organizaron de maneras cooperativas y antiautoritarias. Y en muchas ocasiones estas formas políticas incorporaban como elementos destacados prácticas para limitar la acumulación del poder o la riqueza. Y también, mecanismos para hacer posible la experimentación regular con las formas de vida y organización social. De nuevo, se trata de un libro que me generó gran entusiasmo: si algo así ocurrió repetidamente a lo largo del tiempo, incluso con un cierto carácter cíclico, no resulta inverosímil pensar que pueda volver a ocurrir. Que podamos volver a hacer algo así.

Y si bien me gustaron mucho estos dos libros, quizás mi preferido sea Bullshit Jobs (2018)—cuya traducción, en mi opinión, no del todo afortunada es Trabajos de mierda. Aplicando otro de sus métodos característicos, Graeber parte de una hipótesis interesante y provocativa aunque no absolutamente sólida —en esta ocasión que una gran parte de los trabajos en nuestras sociedades son inútiles —incluso nocivos para las trabajadoras y la sociedad— y que sería mejor prescindir de ellos— para explorarla a fondo y ver adónde lo lleva y qué descubre en el proceso. Parte de las conclusiones a las que llegaba, que tuiteaba semanas antes de su muerte repentina, las expresaba así: «¿Qué pasaría si definiéramos la economía como aquello que hacemos para cuidarnos unas a otras? —Ya que de esto es de lo que se trata en definitiva. ¿Cómo serían los indicadores que midieran algo así?» (12/05/2020). Y también, «La cuestión clave: no es nuestro hedonismo el que está destruyendo el planeta, es nuestro puritanismo, el hecho de que sintamos que todo el mundo debe estar constantemente trabajando, independientemente de que se necesite que algo sea hecho, para justificar nuestros placeres de consumidores» (14/07/2020).

Graeber acompañó su obra escrita de un activismo combativo a la vez que alegre. Fue expulsado como profesor de Yale, la conocida universidad estadounidense, por sus posicionamientos políticos públicos. Se le atribuye el eslogan «¡Somos el 99%!» del movimiento Occupy Wall Street del que fue miembro muy activo.

Como muchos sabréis y he anticipado, Graeber murió intempestivamente, en septiembre de 2020, a los 59 años de edad. Estaba de viaje en Venecia, justo después del COVID, con su compañera Nika Dubrovsky. Se habían casado poco más de un año antes compartiendo su alegría en las redes. Últimamente comparo lo que sentí al enterarme de su muerte con lo que sentí cuando murió Camarón en 1992. Eran «compañeros» espirituales que hacían nuestras vidas mejores.



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