Montaigne, «De la experiencia». Unas notas

«Iudicio alternante», juicio cambiante, la primera de las inscripciones del techo del estudio de Montaigne. Fuente: https://web.stanford.edu/class/ihum21a/img/iudicioalt.jpg

De la experiencia es el último de los Ensayos de Montaigne (1533-1592) — los Ensayos, un proyecto de indagación y escritura — y vida — que empezó hacia 1570 (con 38 años de edad) y acabó hacia 1588 (con 55, edición del tercer volumen) — aunque lo continuó retocando lo que le quedaba de vida, hasta 1592 cuando murió a los 59. Para algunos críticos (Torné, editor de su edición en Penguin) es el mejor de sus ensayos. Es la opinión de un novelista. No es esa mi opinión, aunque lo haya leído con interés por ser presuntamente un resumen o una conclusión de sus ideas, una respuesta a la pregunta principal que pienso que se planteaba Montaigne cuando se retiró del mundo a una vida de estudio, la pregunta del ¿Qué hacer? — o en la formulación más articulada que Foucault atribuye a Kant: ¿Qué podemos conocer? ¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos esperar? [¿Qué es la Ilustración?, 1984].

Como es bastante conocido, Montaigne había hecho inscribir una colección de máximas en la viguería del techo de su estudio. Esto le permitía pasear entre palabras e ideas, o más precisamente, bajo ellas. El primer bloque decía así (la mayoría de este bloque son microfragmentos del filósofo escéptico latino Sexto Empírico):

«Juicio alternante / Indeciso / Todo lo tomo por igual / Sin inclinarme / No comprendo / Me abstengo / Examino (skeptomai) / [Y me dejo] guiar por las costumbres y los sentidos.» [fuente: https://www.tumblr.com/lazenby/1599204509/a-catalog-of-montaignes-beam-inscriptions ]

Me abstengo (epexo en griego) fue un lema que puso Montaigne en una medalla que se hizo fundir. Skeptomai, examinar, mirar, dudar, tiene la misma raíz que escepticismo.

No sé si este bloque de máximas lo inscribió al instalarse en la torre, o si lo hizo hacia el final de su retiro, cuando escribe De la experiencia. Pero como «programa» coincide con lo que cuenta en su ensayo final. ¡Quizás ya conociera desde el principio «la conclusión» de su decena de años de estudio!


En las primeras páginas del ensayo sobre la la experiencia Montaigne cuestiona la volubilidad de la razón teórica. Pero a la vez parece describir con precisión su propio modo de pensar. Lo que hace, por lo menos para mí, que sea difícil explicar con un cierto detalle de qué tratan los diferentes ensayos:

«Es nuestro espíritu un movimiento irregular, perpetuo, sin modelo ni objetivo: sus invenciones se exaltan, se siguen y se engendran las unas a las otras.

»Así las aguas de un arroyo se deslizan sin fin, rodando unas tras otras, unidas y de modo constante; un agua sigue a la otra y ambas huyen entre sí. Ésta por aquella es empujada, y aquella por la otra adelantada: el agua siempre va al agua, y siempre es el mismo arroyo, y siempre agua diferente.» [Etienne de la Boétie / Ed. Torné: 471]


El ensayo empieza así:

«Ningún deseo hay más natural que el deseo de conocer. Todos los medios que pueden conducirnos a él los ensayamos, y, cuando la razón nos falta, echamos mano de la experiencia.

»Nace el arte de la experiencia, por varios modos, mostrando el camino con el ejemplo.» [Manilio / Ed. Torné: 466]

Diría que en estos dos primeros párrafos plantea la tesis del ensayo, que no desarrolla ya mucho más salvo de manera implícita — no siempre fácil de ver entre sus monstruosas digresiones. Frente a lo que podríamos llamar el modelo aristotélico que identifica lo virtuoso con lo racional, intelectual — el hombre como animal racional —, Montaigne va a defender el medio «más débil y más vil» de la experiencia.

El ensayo tendría luego dos o tres partes; partes al estilo Montaigne: «rodando unas tras otras, unidas y de modo constante; un agua sigue a la otra y ambas huyen entre sí. Ésta por aquella es empujada, y aquella por la otra adelantada». La primera tendría que ver con una crítica del saber teórico erudito, las glosas de glosas de «los doctos». Un saber en el que buscando podremos siempre encontrar una opinión y la contraria. También critica Montaigne la artificiosa, según él, complejidad y arbitrariedad del sistema jurídico de su tiempo en Francia, también pretendidamente racional. Y a los médicos. La irreductibilidad, la imposibilidad de generalizar lo concreto y singular es otro argumento que expone Montaigne que hace «que la razón nos falte». En un ensayo anterior concluye con una sentencia en este mismo sentido — «todos los juicios generales son descosidos e imperfectos» (Del arte de conversar).

La segunda parte la interpreto como una explicación práctica, con ejemplos, de lo que considera experiencia. Una idea de experiencia particular pues M está sobre todo interesado en conocerse a sí mismo. Es sobre todo la experiencia de sí mismo. Nos cuenta las costumbres de las que se ha ido dotando, de acuerdo sobre todo con «la naturaleza y los sentidos». Qué, cuánto y cuándo come y bebe, cómo duerme, ¡cómo defeca!… Se extiende largamente sobre su salud y su padecimiento de piedra en los riñones, insistiendo aquí también en cómo la experiencia y el conocimiento de sí del enfermo eran para él incomparablemente más eficaces que las teorías abstractas de los médicos. Esta parte se me hizo un poco exasperante por lo prolija. Aunque será interesante para los historiadores de la cultura material y los escudriñadores de su biografía más personal.

Finalmente, la tercera y última parte es más convencionalmente filosófica. Defiende allí una actitud de modesto humanismo, de inseparabilidad de la mente y el cuerpo, y de una cierta inmanencia. El principal arte sería para Montaigne el «arte de ser hombre». De vivir cada día. Y hasta cierto punto el arte de ser uno mismo. Casi terminando el ensayo escribe: «Las vidas más hermosas son, a mi modo de ver, aquellas que mejor se acomodan al modelo común y humano, ordenadamente, sin milagro ni extravagancia».


En la primera parte cuando crítica el saber puramente teórico dedica, como decía, una parte a los médicos, una de sus bestias negras. Escribe lo siguiente:

«[…] Platón decía bien al asegurar que para ser médico verdadero sería necesario haber pasado por todas las enfermedades que han de curarse y por todas las circunstancias y accidentes de que un facultativo debe juzgar. Es razón que padezcan el mal venéreo si pretenden curarlo. En las manos de uno así aceptaría yo encomendarme, pues los otros nos guían a la manera de aquel artista que pintaba los mares, los escollos y los puertos tranquilamente sentado en su gabinete, e hiciera pasar la figura de un navío con seguridad cabal; lanzadle a la realidad, y no sabrá por donde se anda. Hacen igual descripción de nuestros males que el pregonero de la ciudad, cuando grita la pérdida de un caballo o la de un perro de tal color, alzada u oreja, a quien, cuando el animal es presentado, lo desconoce por completo sabiendo sus señas puntuales.» (Ed. Torner: 486)

No puedo sino simpatizar con lo que dice aquí Montaigne. Aunque la medicina es de suponer que está hoy mucho más avanzada que a finales del siglo XVI, ¡cuántas veces piensa uno que le gustaría que los médicos probaran las cosas que prescriben a sus pacientes o que padecieran los síntomas que uno les cuenta y a los que no prestan la menor atención!


Entre la múltiples lecturas de este ensayo sobre la experiencia, dos me resultan más obvias en una primera instancia. Una sería el significado y demás que tendría en su propio tiempo. La otra, el interés que pueda tener para un lector de hoy, más allá de lo histórico. Leía a Steiner recientemente (2020, Errata) afirmando que los clásicos son aquellas obras que siguen siendo de interés en todos los tiempos, aunque en cada tiempo el interés sea diferente. En general, a Montaigne se lo tiene por un clásico. En todo caso, estimo que si en su tiempo fue posiblemente un texto revolucionario, hoy carece de ese carácter. La mayor parte de lo que dice, que entonces sería bastante extraordinario, hoy nos parecen lugares comunes. En ese sentido sería un anticipador de lo moderno, incluso de lo actual. Aún así, al menos para mí, su escepticismo empirista, su antidogmatismo y ciertos aspectos de su humanismo naturalista me siguen pareciendo valiosos aquí y ahora. Además de la «forma», inseparable del «contenido» — «Juicio alternante, indeciso, todo lo tomo por igual, sin inclinarme / … me abstengo» — que sigue siendo sugerente, aunque a veces se haga en exceso morosa y cansada de seguir.

Leo en Wikipedia: «La Iglesia católica incluirá esta obra en su Índice de Libros Prohibidos casi un siglo después de su publicación, en 1676.» Esto nos da idea de su carácter revolucionario y moderno para su propia época.

La peculiar manera de desarrollar su pensamiento — como en olas sucesivas que se van superponiendo, desordenadamente, unas a otras, y enormes digresiones – «Son mis escritos personales por lo que hago lo que me da la gana», dice en algún lugar, más o menos – hace, como decía, que sea difícil explicar un posible argumento lógico con pasos más o menos diferenciados que terminan en una cierta conclusión. Dándole vueltas al asunto se me ocurrió que una forma de explicarme a mí mismo lo que cuenta aquí Montaigne es con una lista de algunas de las cosas de su tiempo en contra de las cuales escribía. Hoy en día, algunas podemos percibirlas como de poco interés, prácticamente triviales; pero podemos imaginar que en su día llamaran la atención o incluso lo llevarán al Índice. Y algunas, como decía, y por el éxito que tiene recientemente, parece que siguen siendo de interés para ciertos lectores actuales.

Volviendo al estilo, antes de la lista. El estilo de los ensayos se parece al de una conversación en la que habla una sola persona, alguien al que le gusta mucho hablar, que va asociando temas de una manera relajada en torno a alguna idea inicial que bien puede quedar olvidada a medio camino. Y quizás recuperarse al ir terminando. O no. Y el final parece llegar cuando al autor dejan de ocurrírsele cosas sobre el asunto o ya no tuviera más ganas de seguir escribiendo. Muchos tenemos conocidos así, más o menos eruditos, inteligentes, expresivos, buenos fabuladores a los que nos gusta escuchar.

La pequeña lista, no exhaustiva, de cosas «en contra» de las cuales escribía Montaigne:

En contra de la razón como actividad superior (tradición aristotélica). Esto es lo que haría de Montaigne un escéptico.

En contra de la razón teórica, la erudición escolástica o académica. En contra del orden «lógico» del pensamiento.

En contra de los catecismos y dogmas (incluso trascendentes).

En contra de la separación entre mente y cuerpo. En contra del idealismo de querer hacer una vida puramente espiritual, olvidando el cuerpo, sus necesidades y enfermedades, la vejez y la muerte. O al revés.

Frente a esos «contras» cabría decir que está a favor de conocerse a sí mismo, de pensar por sí mismo, del «arte de ser hombre», de una cierta inmanencia. Aunque en este ensayo nombra a Dios más que en otros — por ejemplo en «Aprender a morir» diría que no lo nombra— es un dios que se identifica con la Naturaleza más que el dios del cristianismo que organizaría la vida humana desde la trascendencia. En general, para Montaigne, lo natural es bueno, debe ser nuestra guía. En eso pertenece más al mundo clásico que al actual.

En sus reflexiones sobre cuerpo y mente veo ecos del epicureísmo, en el que el cuerpo es la fuente del bienestar y la sensatez, frente a la mente productora de pasiones, deseos y juicios que nos hacen infelices (Larrauri, 2007, La amistad según Epicuro). Ese sería, creo, un punto de vista muy diferente al de su época.


Cuando Montaigne escribe este ensayo tiene 55 años, él escribe como si fuera ya un viejo — sería así en su época. Es uno de los temas del final:

«Es preciso sufrir con dulzura las leyes de nuestra condición: existimos para envejecer, para debilitarnos y para enfermar […] Es necesario aprender a sufrir lo que no se puede evitar: nuestra vida está compuesta, como la armonía del mundo, de cosas contrarias, y también de diversos tonos, dulces y ásperos, agudos y llanos, blandos y graves: el músico que no gustara más que de una clase de diapasón, ¿qué podría hacer de bueno? […] Intentar revolverse contra la necesidad natural es representar a lo vivo la locura de Ctesifonte, que quería luchar a puntapiés con su mula». (Ed. Torner: 499-450)

No se lamenta Montaigne, en el ensayo, sobre la enfermedad y la vejez. Sugiere quizás que a través de la experiencia — de las costumbres y el conocimiento de sí mismo — las aprendamos a «sufrir con dulzura». Piensa uno que en la vejez, Montaigne, tras su retiro y sus ensayos, tuvo bastantes honores y reconocimientos, y eso le ayudaría. También que una vejez a los 55 con relativa salud es algo bastante diferente a ser viejo en la actualidad con edades muchos más avanzadas y la vida artificialmente sostenida por la medicina moderna. En cualquier caso, Montaigne cierra el ensayo con un ruego a Apolo…

«Hemos de encomendarla [la vejez], pues, a ese dios de salud y prudencia, para que además de prudente y sana, nos la otorgue regocijada y sociable.

»Concédeme, hijo de Latona, este es mi ruego, el gozar de mis trabajos en buena salud y con sano juicio, sin afligirme con una vejez ajena al dulce canto de las musas.»

Pd/ No deja de ser sorprendente que una persona que dedicó diez años al estudio, en especial de los clásicos antiguos, y cuyos extensos escritos están repletos de citas latinas entre otras, parezca concluir que la experiencia es preferible al pensamiento racional, libresco. Supongo, hipotéticamente, que Montaigne quizás viera finalmente los clásicos y la literatura y la escritura como un entretenimiento digno para un caballero, un adorno adecuado para una persona culta. Una instancia de diálogo. Tal vez una forma de enriquecer y contrastar la experiencia…


Referencias

Michel de Montaigne [edición de Gustavo Torner], 2016, Ensayos. Diario de Italia, correspondencia, efemérides y sentencias, Penguin, Barcelona


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